El manuscrito maldito – Capítulo 1


«En la infancia de niebla mi alma alada y herida»

Pablo Neruda (verso de La canción desesperada)

«Cuando se llega a la orilla del subconsciente se pierde el sentido de la realidad».

(De la película Origen)


A mi hermana Eva
Una parte de mí se ha marchado contigo

Capítulo 1

Martes. Segundo día.

La plomiza atmósfera comenzó a licuarse y a descender sobre él como si su cuerpo se hubiera convertido en un imán atrayente. Miró al cielo, afiladas gotas alcanzaban su rostro en forma de balas de un fuego cruzado imposibles de esquivar. Aquella amarga mañana de noviembre de 2018 se había convertido, sin duda, en su derrota más triste. Mateo Orellana no llevaba paraguas y el agua fue poco a poco marcando su oscura vestimenta. Su hermana se apresuró a colocar el suyo entre ambos. Se encogió de hombros. En realidad, no le impor- taba empaparse, su pena lo llenaba todo. Jamás se había sentido tan desolado. Era incapaz de apartar la mirada de aquel hueco hendido en la tierra del color de su propio dolor, como si la herida abierta en su pecho se hubiera desgarrado fuera de él.

—Te acompaño en el sentimiento. —Una voz anónima para su difusa razón le dio el pésame.

Mateo agradeció torpemente el gesto sin volverse mientras se enjugaba las lágrimas de manera refleja, su mente vagaba en otro lu- gar. Las preguntas lo atormentaban: ¿cómo pudo dejar que pasara?

¿Por qué? ¿Qué iba a hacer ahora sin ella? Apenas horas antes habían estado riendo juntos. Se negaba a admitir lo sucedido.

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Lucas, firmemente agarrado al pantalón de su padre, era quien menos entendía toda aquella representación. Su madre había desapa- recido y nadie le daba una explicación satisfactoria. No la había vuelto a ver desde la mañana del día anterior y solo veinticuatro horas más tarde se encontraba en aquel extraño lugar rodeado de gente apesa- dumbrada como él. También la necesitaba de vuelta. El sobrio am- biente acabó por dominarlo y a sus siete años inició el llanto.

—¡Para, Lucas! ¡Haz el favor! —le reprendió su padre—. ¡Solo faltas tú ahora para sacarme los nervios! —profirió sacudiéndose al pequeño de su pierna.

Paquita Orellana rápidamente tomó a su sobrino y con esfuerzo lo subió en brazos. Lucas se calmó apretándose a ella.

—Ten un poco de consideración —le reprochó su hermana enfa- dada mientras hacía esfuerzos para que los demás no la escucharan—. Ha perdido a su madre, no eres tú el único que ha perdido un ser que- rido.

Mateo cerró los ojos entre avergonzado y abatido. Su dolor hoy no le dejaba ver el ajeno. Ni siquiera se dio cuenta cuando su viejo amigo Berto, con la mano extendida, esperó a concluir su muestra de afecto tras darle el pésame. Sin corresponderle, tomó de la corona de flores que engalanaba su desdicha una de las rosas de color gris. Así las veía hoy, como si su vida se proyectara de pronto en blanco y negro. La dejó caer. Le pareció una eternidad el tiempo que se man- tuvo flotando en el aire antes de acariciar el barniz del siniestro cajón caoba sobre el que finalmente se detuvo. En él descansaba oculta su amante, su amiga, su esposa. La compañera que había dado forma a su vida los últimos veinte años. Hoy, en su ausencia, la amaba más que nunca.

Ese amor se desbocaba en su interior con tanta intensidad que le era difícil contenerlo sin consumar una actuación que lo pusiera en evidencia. Quería hacerlo, saltar sobre la cruz cromada y golpear con todas sus fuerzas, hacer trizas con sus propias manos los listones que la ocultaban de él. Si se marchara la gente, sin duda lo haría, para abrazarla una vez más.

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En ese momento, el enterrador pronunció su nombre con respeto. Paquita agarró su brazo y sin bajar el paraguas acercó a su hermano al montón de tierra mojada que yacía a un lado. Mateo tomó un puñado con la mano y cuando lo iba a lanzar se dio cuenta de que no quería hacerlo, no pretendía dejarla allí. Él no había pedido enterrarla hoy, no deseaba olvidarla. La tierra cayó a sus pies sin alcanzar el agujero y el enterrador, acostumbrado a tales gestos emocionales, comenzó a dar paladas. Cada terrón que sacudía la madera era un golpe directo a su corazón. Empezó a faltarle el aire y a forzar sus pulmones con ello. Deseaba gritar y no lo hizo; patalear y se quedó quieto; maldecir a Dios y a todo lo que tenía a su alrededor, pero, bloqueado, observó hasta que el último resquicio de material orgánico desapareció de su vista.

Cuando todos, hasta el enterrador, abandonaron la explanada, él, su hijo y su fiel hermana todavía se mantuvieron unos minutos bajo la incesante lluvia.

—Mateo… —Paqui rompió el silencio—. Feliciano me ha dicho que si necesitas a Nina le llames a la hora que sea, ella está dispuesta a ayudarte, aunque ya sabes mi opinión…

Se acercaron a la lápida. Sobre el oscuro granito figuraban tres palabras: Emma Cortés Asensio; y la fecha: 19 de noviembre de 2018. Un día cincelado para siempre en el destino de la familia.

Sin la presión de la muchedumbre, Mateo cayó de rodillas frente a ella. Lucas se colocó a su lado deseando que su padre lo abrazara y ambos permanecieron uno al costado del otro como dos desconocidos sin la esperada muestra de cariño; unidos por el paraguas de Paquita y el dolor más profundo.

—¿Se ha ido para siempre, papá? —preguntó Lucas sorbiendo los mocos—. ¿Ya no nos quería?

No tenía respuesta.

—¿Es por la nota de mi trabajo de ciencias? —balbuceó entre sollozos—. Sé que la enfadé…

Mateo inspiró profundo y se sumergió un poco más en su propia infelicidad. No quería tener que darle una opinión a su hijo que a buen

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seguro no le iba a agradar. Lucas Orellana no fue un niño deseado. No, al menos, por su parte. Llegó demasiado tarde quizá, o quizá el pro- blema fue simplemente que había llegado. Él nunca tuvo interés por cuidar de nadie, no le gustaban los niños. Vivía demasiado acomodado a una vida egoísta siendo el centro de las atenciones de su mujer. No le había resultado fácil hacerle un hueco. Emma, en cambio, lo acogió con fervor y le dio el amor por duplicado, aquel que no brotaba de él. Ahora, falto de costumbre, no se percibía sencilla la convivencia mu- tua. Lo miraba y la veía a ella… muerta. Era como llevar el recuerdo de su desgracia todo el tiempo a su lado.

Aun así, su hijo le hizo reflexionar sobre las extrañas circuns- tancias en el fallecimiento de su mujer. Él fue quien la encontró en el suelo rodeada de botes de pastillas. Ni una sola nota de descargo para sus seres queridos, ninguna señal premonitoria o justificación ante aquel reprochable acto. Para cuando llegó, nada pudo hacer por ella. Emma no tenía motivos para suicidarse, eran felices; en todo caso, así lo apreciaba él. No la había escuchado quejarse de nada importante, nunca había tenido reproches hacia su forma de ser y jamás le hizo pensar que nece- sitara ayuda. Por más vueltas que le daba, no encontraba sentido a aquel infortunio. La culpa lo lastraba; probablemente, sí necesitara a Nina.

—El niño se va a resfriar —intervino Paquita observando una lluvia que iba en aumento—. Deberíamos volver a casa. Podemos ve- nir mañana de nuevo.

Ella tenía razón, pero él se resistía, algo le impedía dejarla. Pasó la mano por la parte superior de la fría lápida.

—Desconozco qué pudo pasar, Emma, pero lo averiguaré —pro- metió con rabia.

En ese momento, el ladrido ronco de un perro, de esos que solo los de gran porte son capaces de emitir, hizo a Lucas dar un respingo y protegerse con fuerza agarrado a la chaqueta detrás de su padre. Les tenía pánico.

El can precipitó la despedida.

Una vez en casa, sentados alrededor de la mesa del salón, mantu- vieron el silencio. La vivienda conservaba un olor diferente. Todo en

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ella era diferente. Paquita no tardó en dejarles solos para ir a rebuscar en la despensa con la idea de cocinar para los tres. Mientras tanto, padre e hijo observaban las imperfecciones de la madera el uno frente al otro sin mirarse.

—Voy a llamar a Feliciano, Paqui —Mateo elevó la voz para que su hermana lo escuchara desde la cocina.

—¿Estás seguro? —cuestionó intranquila—. ¿No crees que será mejor no remover las cosas? Solo vas a empeorar la situación.

—¡He de intentarlo! ¿No te das cuenta? ¿Tú lo ves normal?…

¡Hay algo que no encaja! ¡Demasiadas cosas no encajan! —exclamó como un resorte—. No puedo vivir así. ¡Me estoy muriendo!

Lucas, sensibilizado por las palabras de su padre, comenzó a ha- cer pucheros. Su tía pudo sentir también la vibración negativa ema- nada de su hermano. Se mordió los labios y, cabizbaja, con un rostro que no disimulaba su temor, se fue hacia el fregadero para enjuagar la cubertería sucia que esperaba desde el día anterior.

—Dice que viene en una hora —proclamó Mateo nada más colgar. Paquita cerró los ojos y respiró profundamente.

—Lucas, Víctor no tardará en venir. Te irás con él a jugar a su casa —le ordenó su padre sin apreciar el malestar de su hijo.

—¡Pero yo no quiero irme! ¿Por qué…?

—¡Porque te lo digo yo, Lucas! —La frase liberada en aquel tono produjo un momento incómodo entre ellos—. Además, será solo un rato. Verás como todo va a estar mucho mejor después. Necesitas olvidarte.

—¿Olvidarme? —El pequeño no entendía—. ¿Olvidarme de mamá? ¡Yo no quiero olvidarme! ¿Cómo puedes decir eso?… ¿Tú quieres olvidarte? ¡¿Quieres olvidar a mamá?!

Mateo Orellana no quería olvidarla, pero su hijo obstaculizaba sus planes.

—¡Te vas a ir y no se hable más! ¡¿Me oyes?! —manifestó de manera contundente con la palma sobre la mesa y una dura mirada.

Lucas hinchó el pecho varias veces sin poder sacar lo que llevaba dentro y subió corriendo a su habitación a encerrarse saturado de lágri- mas llenas de angustia reprimida.

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char.

—Está muy malcriado —se quejó Mateo mientras lo veía mar-

Paquita soportó el desagradable trago conteniendo su disgusto,

sin responder y sin poder desahogarse; entre la espada y la pared. Dejó lo que estaba haciendo y fue a ver a Lucas.

La hermana de Mateo no había pasado por el altar y siempre había permanecido muy unida a su hermano. No era una novedad, siendo la mayor, lo estuvo desde que su madre los abandonó a una edad muy temprana. Aquel fue el principio de todos sus males y de su necesidad de estar juntos. Su padre los culpó durante toda su vida y los trató siempre de manera distante. Así, sin referentes ni cariño, ambos acabaron cuidando el uno del otro. En la actual situación, la necesitaba más que nunca y ella era consciente de ello. Sus vidas no habían sido fáciles y los nuevos acontecimientos no compensaban precisamente la balanza. De todo lo acaecido en la biografía de Mateo Orellana, sin duda, hoy transitaba el pasaje más desgarrador.

El timbre de la puerta los sobresaltó y Paquita fue a abrir.

—¿Cómo estás, Mateo? —Feliciano y Nina entraron al salón. Él, con gesto desdichado, les ofreció asiento sin levantarse. Víc-

tor y su cuidadora se llevaron a Lucas a regañadientes.

—¿Estás seguro de querer hacerlo?

—Algo no está bien, Nina. Tú la conocías, ¿crees que tenía mo- tivos para su conducta?

—No —su respuesta fue firme—. No alcanzo a entender qué es- taría pasando por su cabeza.

—Me siento incapaz de seguir, pensando en lo que hizo. La culpa no me deja vivir. Acabaré haciendo algo… —se silenció.

—La casa está cargada de energía, pude sentirla al entrar —reco- noció la mujer—. Si estás decidido, lo mejor es hacerlo cuanto antes, para que la intensidad de lo sucedido nos ayude a llegar a ella —ex- plicó absorbida por su profunda pasión—. Dime una cosa: ¿ha sobre- venido algún suceso trágico u oscuro con anterioridad en esta casa?

¿Está construida sobre un cementerio o un lugar utilizado en la guerra por ejemplo?… No sé… Ya sabes por dónde voy.

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—La adquirimos mi mujer y yo sobre plano. Nada que nosotros conociéramos de antemano —la tranquilizó.

—De acuerdo. No deberíamos hacerlo si vuestra familia esconde algún secreto. —Mateo la miró con preocupación—. Me refiero a tus antepasados. El motivo es sencillo, si la casa o vosotros ocultáis un episodio inconfesable, se puede abrir un portal por el que dejemos acceder a los malos espíritus. El inconsciente es poderoso… Y no de- seamos que eso ocurra, ¿comprendes?

—Ya sabes que mi madre nos dejó de niños, no he sabido más de ella. Salvo eso no hay nada que esconder.

—Lo tendré en cuenta… Creo que esta mesa nos servirá. Hay que cerrar las persianas y las puertas de la habitación. Que no se filtre la luz del exterior.

Paquita comenzó el repaso a las aberturas.

Nina Agost se sentó en uno de los laterales de la tabla cuadrada. No podía ocultar su extravagante personalidad influenciada por su ex- clusivo don. Si había un detalle más excéntrico que su vestimenta era, sin duda, su corte de pelo; en sus trazos se difuminaban colores poco habituales para ambos hermanos. Alrededor del cuello y de las muñe- cas, portaba varias cadenas, collares y pulseras de muy diversa índole. Tampoco se despojó de su pequeño sombrero floreado, pese a hallarse en el interior de la casa.

—¿Qué quieres que le pregunte si conecto con ella?

—Que cómo es posible que… Que si es cierto que se suicidó… o si… fue forzada a hacerlo por algún… —Sus últimas palabras se fue- ron enlenteciendo. Su cabeza estaba hecha un lío y le costaba asumir lo que se veía irremediable—. Bueno, pregúntale por qué lo hizo.

Ella asintió.

—Espera… Dile que la quiero… Sí… Díselo…

—No creo que haga falta —dijo para su sorpresa—, ella habrá podido sentirlo, de eso estoy segura.

Mateo inspiró cargado de sensaciones. Deseaba que su réplica fuese negativa y pudiera quitarse el estigma que lo estaba matando. Que su mujer hubiese tenido un accidente y esa fuese la causa de su

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fallecimiento ya habría sido suficientemente duro, pero que su muerte se debiera a haberse quitado la vida por deseo propio de desaparecer, por infelicidad, era doblemente horrible para él.

—Paquita, ¿tienes velas o cirios?

—Hay algo en la despensa, voy a ver.

—Perfecto. Yo he traído mis amuletos. —Repartió varios objetos a su alrededor sobre la mesa—. Ya solo os necesito a vosotros, que estéis receptivos. ¡Ah, Paquita! ¡Tráeme hojas en blanco tamaño fo- lio, por si acaso! —añadió mientras sacaba un recargado bolígrafo del bolso—. A veces es más fácil dejarles hablar a través de mi mano que de mis cuerdas vocales. Ella será la que elija el medio.

Paqui regresó con los complementos necesarios y cerró la puerta del salón.

—¿Enciendo las velas?

—Sí y apaga las luces. Necesito concentración. El oscuro silencio de aquel encierro voluntario no tardó en do- blegar a ambos hermanos que quedaban psicológicamente atrapados en su propia casa. Con esa opresiva sensación, que ya no les iba a abandonar, aguardaron en profundo respeto. El salón parecía respirar iluminado por tres pequeñas llamas levantadas en el centro de la mesa. La particular luz daba una apariencia cavernosa que ayudó a modificar los estados de percepción de los cuatro intervinientes. Nina cerró los ojos buscando la concentración requerida, mientras Mateo, sin saber muy bien qué hacer, miró a Feliciano nervioso y este lo tranquilizó con un gesto sosegado, acostumbrado a las actuaciones de su mujer. El afectado no se desprendió en ningún momento de la imagen de Emma de su cabeza.


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