La última cerilla – Capítulo 2


Capítulo 2

Tan solo se respiraba silencio, la quietud era absoluta. Sus ojos continuaban fuertemente cerrados y su mente, vacía todavía, permanecía en letargo. Muy lentamente comenzó a despertar. ¿Qué había sucedido? Magullado y confuso, le pareció como si el tiempo transcurriera muy despacio, mucho más lento de lo normal. No sentía dolor, frío o calor, en realidad no sentía nada, como si su cuerpo hubiera dejado de pertenecerle. Aquella idea le hizo albergar la posibilidad de haber abandonado el mundo de los vivos. «Debo de estar muerto, eso lo explicaría todo».

En completa oscuridad decidió mover su mano derecha y esta milagrosamente le secundó en su idea. Con ella palpó su otro brazo… Allí estaba. El pelo, el cráneo, el rostro, la nariz, la boca… Justo en ese momento empezó a sentir dolor, sobre todo en la cabeza y la espalda, no podía estar muerto. Al instante una idea inundó su mente… ¡No sentía las piernas! Bajó la mano esperando notar la tela del pantalón, pero en su lugar dio con un frio objeto húmedo. El terror lo bloqueó… ¡Oh, Señor! ¡Había perdido las piernas! Una gran roca debía de habérselas aplastado.

Aquella idea le hizo estremecerse y acelerar el corazón que comenzó a bombear deprisa, la adrenalina lo inundó instantáneamente como el gas al inflar un airbag. Moriría de una larga agonía. Ni en sus peores pesadillas hubiera acabado de esa forma. Desesperado, intentó relajarse respirando profundo para pensar con más claridad. Así rezando de manera inconsciente y compulsiva palpó a su alrededor de nuevo tembloroso tratando de no sugestionarse por lo que pudiera encontrar. Tocó, deslizó y golpeó y tras unos interminables segundos de confusión en los que no hallaba registro mental de una situación parecida, advirtió, por fin, que había caído de rodillas y permanecía sentado sobre sus propias piernas.

Suspiró enormemente aliviado y abrió los ojos. Hasta ahora no lo había hecho. Esperó recibir algún estimulo visual, sin embargo, su cerebro dibujó un lienzo monocolor, uniforme. Se preguntó si se habría quedado ciego y se angustió de nuevo.

Esperó a ver sombras con el tiempo, pero las sombras no llegaron y se hundió psicológicamente.

Tampoco era capaz de encontrar el fichero cronológico que le había llevado a aquella situación. Buceó insistentemente en su aletargada mente intentando localizar el terrible y aparatoso accidente de tráfico que le había llevado hasta allí. Así fue cuando mientras profería todo tipo de vocablos malsonantes recordó al ave ladrona culpable de su desgracia. «¿Qué querría esa insensata burlona? ¿Sería una más de sus víctimas confiadas?»

—¡Socorro! ¡¿Hay alguien ahí?! —gritó de pronto como un impulso inconsciente, aunque su voz no se extendía como él hubiera deseado. Estaba agarrotado.

Nadie contestó a ninguna de sus plegarias, ningún sonido secundó al suyo.

Cada vez se atormentaba más… «En una cueva a oscuras no voy a poder encontrar la salida», se repetía una y otra vez. «A tientas estoy muerto. La gruta puede ser enorme. Un laberinto de recovecos, cámaras y pasadizos en los que me perdería irremediablemente vagando sin rumbo». Acabaría desquiciado dándose cuenta de que iba a terminar sus días solo, atrapado en su propia tumba. «Jamás volveré a ver a mis hijas…, a mi mujer». De pronto, en aquella situación límite, se dio cuenta de que la seguía amando terriblemente y le aterró la idea de no volver a verla. Quiso llorar. Pensó que nunca lo encontrarían allí. Nadie sabía dónde estaba.

En esa vorágine de caóticas conexiones neuronales un destello de cordura lo inflamó. «¡El mechero!». Estaba salvado. No obstante, no tardó en recordar con enojo que se encontraba dentro del paquete de tabaco y que este había sido robado por la desgraciada malhechora. Su esperanza de hacer luz se había desvanecido.

Los nervios aceleraron su ritmo cardiaco, se negaba a sucumbir allí solo.

En medio de ese tormento una nueva idea fugaz recorrió su mente como un diminuto neutrino atravesándola. Él siempre guardaba escondida en la chaqueta una caja de cerillas como última opción en caso de agotar todas las posibilidades de conseguir fuego. Cosas de fumadores… Celebró su inteligente idea. Una idea que fraguó años atrás ante la desesperada circunstancia de no poder encender un cigarrillo por falta de gas en el mechero y de gente que pudiera ayudarle. Fue de las peores sensaciones de su vida. Desesperado, se recordaba a sí mismo vagando en busca del fuego como los antiguos antepasados del homo sapiens. Nunca había sentido tanto la necesidad de llevarse un cigarrillo encendido a los labios como uno de aquellos terribles días en que no pudo hacerlo y se había prometido llevar siempre encima una cajita de mixtos para una situación de emergencia. La imagen onírica le hizo albergar una esperanza. Pensó que la suerte no lo había abandonado por completo. ¡Dios! ¡Como necesitaba un cigarrillo ahora!

Excitado por la revelación, se tocó la chaqueta con movimientos enérgicos esperando encontrarla. Y no tardó en conseguirlo para alivio de todo su organismo que, al unísono como una orquesta bien dirigida, se estremeció de satisfacción. Entre sus dedos deslizó una pequeña cajita de cartón con el borde rugoso para poder hacer fricción con el fósforo de las cerillas. De ese modo la sintió entre sus dedos. Las endorfinas estimularon sus sensores del placer, por fin un respiro en su agotadora desgracia.

La zarandeó suavemente esperando escuchar algún eco que inundara su sentido del oído, aletargado hasta ese momento. Y efectivamente así ocurrió, un precioso sonido brotó como una sinfonía de Beethoven para sus tímpanos: el de las cerillas al sacudir rítmicamente como diciéndole que sí, que allí estaban para ayudarle a escapar de su osada aventura. Detuvo el movimiento y la manoseó todavía cerrada saboreándola al tacto. Al no ver, había empezado a apreciar las cosas y a sentir a su alrededor de una manera diferente, mucho más intensa. El resto de sentidos se le habían hiperdesarrollado. Hasta podía oler el fósforo de las cerillas en el interior.

No obstante, antes de hacer ningún movimiento decidió preparar la estrategia. No quería empezar a encender cerillas y advertir demasiado tarde que, agotada su fuente de luz, había perdido la posibilidad de llegar a la boca del oculto valle que se lo había tragado, quizá para siempre. Los fósforos daban para muy pocos segundos y, además, alumbrarían solo unos pocos metros delante de él, por tanto, debía encender uno y rápidamente vislumbrar el siguiente acceso recorriendo la máxima distancia a oscuras hasta encender otro. Así, poco a poco ascendiendo, si no se perdía en pasadizos secundarios o se encontraba con un gran salto hacia arriba imposible de sortear, podría alcanzar la entrada. Para ello debía conocer el número de cerillas que disponía.

Abrió la caja muy lentamente preocupado porque no se le cayeran. Introdujo el dedo índice dispuesto a contar su número al tacto, muy despacio. Lo hizo una, dos, tres y hasta cuatro veces tratando de contar una más en cada nuevo intento. Sin embargo, en todos ellos el recuento le dio el mismo resultado. El corazón le lanzó una fugaz sacudida desesperada que lo angustió vorazmente… ¡En aquella caja solo quedaba una cerilla!

Los nervios volvieron a ocupar su cuerpo cual termitas en un fragmento de madera. «No puede ser —se negó a sí mismo— tiene que haber más o tengo que tener alguna otra caja». Cerró el pequeño estuche y escudriñó por completo los bolsillos de la chaqueta y del pantalón. Lo hizo minuciosa y obsesivamente. Pero, salvo por un paquete de chicles prácticamente agotado, un manojo de llaves y unas monedas, no portaba nada más con lo que hacer luz. Se dio cuenta además de que había tenido que perder la cartera en la caída. Demasiados nervios concentrados ese día. Su alegría se acabó tornando en desesperación. «Si hubiese traído el móvil», se lamento.

«Al menos tengo una, peor hubiera sido no tener ninguna», acabó por convencerse. Por fin se dispuso a frotarla contra el canto de la caja. Necesitaba ver al menos dónde se encontraba, tener una referencia de cómo era la cueva a su alrededor, en qué lugar se encontraría el hueco para comenzar la subida. Y entonces se le ocurrió: «¿Y si hace demasiada humedad para que encienda?… ¡Calla! Eso se verá cuando la frote», se contestó rápidamente. Volvió a prepararse para encenderla de nuevo. «¡No! Espera… ¿Y si intento encenderla y con el temblor de mis manos el fósforo se deshace o salta o se me cae? No habrá segundas oportunidades». No se dio cuenta de que estaba hablando consigo mismo como si de un monólogo teatral se tratara, solo que no se encontraba en el teatro ni él era actor. Comenzaba a perder la razón.

De una cosa estaba seguro, aquella cerilla era su única esperanza y no podía malgastarla.

Puso su mente de nuevo a razonar: «Podría quemar la chaqueta para ganar algo más de tiempo de luz y desplazarme con ella en llamas», pensó como una revelación. Aunque enseguida recordó que la piel natural era difícil de hacer arder y él solo tenía una cerilla. Podría simplemente desperdiciarla intentando prenderla y todo se habría acabado. Además, con el frío y sin aquella prenda lo iba a pasar muy mal si después no daba con la salida.

El miedo aumentó; miedo a la absoluta oscuridad que no cesaba y que lo había atrapado envolviéndolo como una tela de araña invisible; miedo a la incertidumbre; miedo a no poder salir de allí. Su corazón se aceleró más aún, pero esta vez no fue una descarga de adrenalina por un susto repentino, sino más bien un sentimiento profundo de miedo que había anidado en su interior. Podía sentir las gotas de sudor en su frente a la vez que el frío en sus piernas dormidas demasiado tiempo apoyadas en la fría roca.

Se puso a elucubrar con el tamaño y la forma de la cueva. Trató de calcular la distancia a la entrada repasando el tiempo que había permanecido cayendo y la manera en la que descendió con sus numerosos giros y espacios en caída libre y se dio cuenta de su incapacidad para calcularlo. El corazón le iba cada vez más acelerado. En la quietud total de la cueva empezó a escucharlo: tu-tum tu-tum. Podía imaginarlo como alguna vez lo había visto en televisión en alguna operación a corazón abierto, haciendo el sobreesfuerzo por bombear más sangre en menos tiempo, sobrepresionando sus arterias.

Pensar en su desenlace le mataba.

Con la cerilla en la mano comenzó a especular sobre dónde había caído. Podía haberlo hecho en un hueco de paredes lisas, como un pozo, sin posibilidades de agarre para superarlo. Aquello despertó su miedo a encender la cerilla y darse cuenta de sus verdaderas condiciones. ¿Y si había ido a parar a una pequeña cornisa que sobresalía de una enorme pared vertical y se encontraba a medio camino en un equilibrio inestable en el que mover un solo centímetro de su cuerpo lo haría precipitarse al vacío? Quizá mover las piernas podría provocar un desprendimiento y quedar sepultado bajo toneladas de escombros en una muerte agónica y cruel; o resbalar y tambalearse hacia el abismo hundiéndose más en las entrañas de aquella caverna maldita. Mientras lo pensaba fue tensando sus músculos para evitar el desastre.

En aquel remolino de reflexiones yuxtapuestas un nuevo tipo de ideas alcanzó su mente: se le ocurrió que al prender la cerilla centenares de murciélagos podrían abalanzarse sobre él batiendo sus oscuras y membranosas alas desde las paredes de la gruta impidiéndole avanzar. Agarrándose a su pelo y su ropa, cubriéndolo por completo. Imaginó miles de ojos a su alrededor observándole y visualizó la cueva repleta de ellos. La imagen le horrorizaba. Agudizó los tímpanos al máximo para comprobar si era capaz de escucharlos o cualquier otro sonido que viniera de las entrañas de aquel lugar maldito y trató de no perturbar la quietud con su propia respiración o los latidos de su corazón cada vez más audibles. La tensión crecía en su interior y empezaba a ver imágenes irreales creadas por su subconsciente en aquella pantalla de perfecta oscuridad.

Posiblemente eran serpientes las que lo rodeaban como en las películas de Indiana Jones. Nervioso, las proyectó como a los murciélagos, lo estarían esperando para morderle en cuanto encendiese la cerilla; y ellas no harían ruido para avisar de que allí moraban.

¿Y si no era el único que había caído en aquel agujero y se encontraba rodeado de cadáveres que, como él, se habían despeñado por el foso? Sería espantoso encontrárselos de frente al hacer luz. ¿Dónde habrían ido a parar todas aquellas almas perdidas? ¿Seguirían allí atrapadas junto a él?

Entre pensamientos angustiosos, de improviso, con la cerilla todavía en la mano y la cajita en la otra lo escuchó por primera vez: un sonido de ultratumba muy lejano a su espalda le acababa de enviar una señal. Provenía del fondo de la cueva. Le dio a entender que, tal y como él había pensado, la caverna era bastante profunda y con seguridad estaba habitada. Definitivamente no se encontraba solo allí abajo. Estremecido, agudizó el sentido del oído e intentó contenerse para no desvelar su posición hasta saber de qué se trataba. El vello de su cuerpo se erizó y el noventa por ciento de su capacidad cerebral se puso al servicio de sus pabellones auditivos. Esperó volverlo a escuchar por espacio de muchos minutos, quizá alguna hora. En aquella completa oscuridad había perdido el sentido del tiempo, muy probablemente del espacio y empezaba a perder el sentido de la cordura.

«¿Sería una de aquellas almas en pena, el fantasma de algún muerto anterior a él?…», se descubrió pensando de pronto. Un ente semitransparente vagó por los túneles de aquella cueva con expresión terrorífica dirigido desde su propia mente. Algo que le hizo sentirse francamente peor. El calor comenzó una abrasadora sensación desde dentro. «Pero no…, debe de ser algo físico…», reflexionó con cierta cordura.

Y, como si lo hubiera predicho, aquel aterrador sonido retumbó de nuevo, algo más cerca esta vez. Ya no había duda, alguna criatura caminaba a su encuentro.

Hasta ahora no se había imaginado más que animales pequeños, pero aquel eco empezó a despertar la idea de que fuera algo grande. «¡Un lobo!… No, no, los lobos no habitan en cuevas… ¿O sí?». En su mente surgió un gran lobo con los ojos ensangrentados enseñando sus colmillos completamente erizado y le infundió un miedo terrible.

Quería salir corriendo, pero ¿cómo? Volvió a sentirlo por tercera vez. Definitivamente aquella criatura ya no se oía tan lejana y con una única cerilla en la mano de unos pocos segundos de tiempo se encontraba atrapado sin escapatoria posible. Encenderla ahora, además, daría el aviso de que allí estaba. Ya no podía mas que esperar. Una gran gota de sudor le recorrió la frente, la mejilla y le resbaló por el mentón. A ella le siguieron otras.

Su respiración se hacía cada vez más rápida y enérgica como si le faltara el aire, a pesar de que trataba de minimizar su propio ruido en busca de los signos de aquel posible vecino de celda. Se tapó la boca para no escucharse a sí mismo, pero el aire que no podía evitar que saliera de su tráquea deslizaba entre los dedos de manera mucho más escandalosa.

Había conseguido que su cerebro en estado de alerta límite dejase de escuchar las partes de su organismo que no eran imprescindibles para la tarea de localizar aquello que se dirigía hacia él, evitando así cualquier interferencia que pudiera distraerle. De ese modo, sin darse cuenta, había dejado de sentir dolor o frío. Algo se dirigía hacia él y era lo único que le importaba. Deseaba que no siguiera avanzando y rogaba para que el animal no reparase en su presencia.

De nuevo, más cercano, pudo distinguir con claridad roces y pasos sobre la roca, incluso algún tipo de respiración expulsando aire como el resoplido de un caballo… o de un… ¡Oso!… En aquellas montañas los había. El miedo se tornó en terror absoluto. Un oso podía perfectamente despedazarlo y desgarrar su carne como un cuchillo la mantequilla. Se achicó sin llegar a moverse bloqueado por el terror y rezó para que pasara de largo o se dirigiera a alguna otra parte de la cueva.

Se imaginó un gran oso pardo con su pelaje marrón dorado, enorme y salvaje, hambriento, caminando mientras olisqueaba por los pasadizos de la cueva siguiendo su rastro. Lo alcanzaría inevitablemente en poco tiempo si continuaba su avance. Solo quería desaparecer. Comenzó a escuchar la respiración del animal más seguida y sus pausados pasos más cerca. Agarrotado, únicamente podía esperar a que aquel animal no lo detectara o no lo viera como comida.

En la soledad de la cueva se estaba engañando a sí mismo, su subconsciente sabía muy bien que el olor lo atraería hacia sí, si no lo hacían antes sus jadeos. En realidad no era miedo, era pánico lo que sintió cuando lo volvió a escuchar demasiado cerca. Debía de estar ya a escasos metros de él. Definitivamente era un oso. ¿Qué podía hacer para luchar contra aquella bestia? Se hallaba a su merced. Con el fósforo intacto en una mano y la superficie de fricción  para encenderla en la otra temblaba sin poder evitarlo y jadeaba tratando de que no se le escuchara demasiado en una batalla contra sí mismo, sin embargo, su corazón era como una sirena indicando que allí estaba. Tu-tum tu-tum.


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