La última cerilla – Capítulo 5


Capítulo 5

Julián, con el miedo dominando su organismo, volteó la cabeza de manera instantánea.  Tardó apenas un segundo en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo y al hacerlo lanzó un grito desgarrador que retumbó en la cavidad de roca amplificándose. Samuel se asustó sin entender desde su perspectiva qué estaba ocurriendo.

Juan Manuel, completamente poseído, inmovilizaba el brazo de Julián; había abierto los ojos y con expresión terrorífica lo observaba a escasos centímetros. La angustia trepó por el cuerpo del hermano menos intrépido como un impulso electromagnético provocando que el pánico se apoderara de él. Instintivamente tiró de su extremidad con fuerza hasta conseguir zafarse de la presa. Tras lo cual, sin dejar de gritar, arrancó a correr y embistió a su hermano quien tuvo que esquivarlo para no caer. Samuel enfocó su linterna al insólito hombre que se mantenía estático de rodillas y con terror observó como su expresión desfigurada dirigía la mirada hacia él. Era como estar frente a una aparición espectral. Entendió el pánico de su hermano y salió corriendo escaleras arriba en persecución de este como si ambos hubieran visto al mismísimo Belcebú. 

No pararon hasta llegar a la boca de los infiernos y ser expulsados de esta como si los hubiera vomitado. Solo consiguieron detenerse cuando se sintieron a salvo tras unas rocas lo suficientemente alejados de la sima y el arce.

Apostados de ese modo, dirigieron la mirada hacia la gruta, esperando ver salir un animal desbocado. Sin embargo, tras largos segundos nada ocurría y empezaron a calmarse.

—¿Qué ocurrió?

—Me agarró el brazo, ¿no lo viste?

 —Cuando te marchaste quedó inmóvil —musitó Samuel—. Debió de ser un acto reflejo. Quizá producto de su propio estado. Como un animal herido que se revuelve cuando intentan ayudarlo.

Julián tardó en contestar sin dejar de respirar con fuerza.

—Sí, creo que tienes razón, pero menudo susto me ha dado.

El sincronizado ritmo cardiaco de los dos hermanos todavía continuó disparado un buen rato. Ninguno se atrevía a moverse, aunque Julián era sin duda el más afectado.

—Dios mío. Ha sido una locura, ¿y ahora qué? ¿Tú crees que seguirá inconsciente o se habrá despertado definitivamente?

—No tengo idea —reconoció Samuel—, al menos parecía estar vivo.

—Tengo la sensación como de acabar de ver un fantasma.

—¿Y si lo era?

Ambos se miraron incrédulos.

—Voy a bajar —dijo el más audaz.

—¡¿Estás loco?! Ya has visto lo que ha pasado. ¿Y si te ataca?

—Llevamos varios minutos y no se oye nada, aquí no sale nadie. Tú vigila y yo bajaré a comprobar si ha podido moverse. Iré con precaución no te preocupes —le dijo con un gesto de calma—. Recuerda que no tiene luz. Si no he regresado en quince minutos llama a emergencias.

Julián no aceptaba su decisión, como casi nunca. Todavía no se había podido quitar el susto que llevaba en el cuerpo y no soportaría otro.

Samuel salió de entre las rocas de granito y con la mano apaciguó a su hermano para que se quedara allí apostado mientras él iba a explorar. Caminó bajo la sombra del arce, alejándose de Julián quien se debatía entre quedarse o salir a detenerlo, hasta alcanzar el oscuro agujero que ahora más que nunca daba la impresión de tener vida. Esta vez se lo pensó mucho antes de decidir dejarse engullir por aquella abertura misteriosa.

Se apoyó en el borde y enfocó con la linterna aguzando el oído. Con prudencia se fue introduciendo en él y se perdió en la oscuridad ante los ojos de su hermano, a quién verlo desaparecer le disparó la adrenalina de nuevo.

Julián salió de su refugio improvisado en cuanto pudo olvidar el susto inicial y se acercó a la cueva. No se escuchaba nada y al asomarse no vio ninguna luz. Demasiada quietud le hizo perder la paciencia. Con el teléfono en la mano no pudo aguantar más y avisó a los servicios de emergencias. Les explicó que había alguien herido tras caer al interior de una cueva y que además parecía comportarse de manera violenta. Por suerte pudo darles la posición exacta desde su aplicación GPS.

Las últimas palabras de la operadora lo tranquilizaron, estaban de camino.

Samuel llegó al final de las escaleras tras varios minutos de descenso pausado. En tensión, fue en todo momento preparado para salir corriendo escaleras arriba. Enfocó con la linterna todavía desde los escalones y se llevó un susto inesperado. ¡La cueva estaba vacía!

Ni rastro de Juan Manuel. Eso solo podía significar dos cosas: que hubiera escapado por algún lugar desconocido o que fuera en verdad un fantasma. Desde las escaleras decidió recorrer la cavidad en busca de algún recodo. Su razón le impedía normalizar aquel hecho.

Los minutos se hicieron eternos para Julián mientras esperaba solo. Su hermano no salía de aquel agujero ni daba señales de vida y comenzaba a desesperarse. No estaba dispuesto a bajar a la sima de nuevo y nervioso deambulaba por los alrededores sin poder detener sus piernas, Se lamentaba en voz baja como un loco en un manicomio y la siguiente vez que llegó a la abertura comenzó a gritar a su hermano desde la entrada. Ya no era capaz de esperar.

No recibió respuesta alguna y eso disparó sus temores.

Alterado, dio otra vuelta por el claro y con los nervios a punto de sobrepasarle escuchó un sonido lejano que se fue haciendo poco a poco más audible. Se movió hacia la zona despejada de vegetación y comenzó a hacer señales.

El ruido se hizo ensordecedor. Les señaló insistentemente la cueva bajo el árbol y, nada más hacerlo, de aquel hueco salió como una exhalación una sombra oscura encorvada corriendo en dirección hacia él. Parecía un gran animal rabioso. Julián, desprevenido, apenas tuvo tiempo de reaccionar. Intentó echarse a un lado, pero aquel toro embravecido con movimientos desordenados se le tiró encima y lo derribó. Mientras caía de espaldas escuchó el sonido seco de un disparo. Desde el helicóptero alguien había apretado el gatillo. La criatura endemoniada cayó sobre él.

Sintió su pesado cuerpo oprimiéndole. Con el miedo aun en el cuerpo hizo el esfuerzo de empujarlo hasta quitárselo de encima. Fue como desembarazarse de un peso muerto. No se movía. Al observarlo pudo ver a un hombre cubierto de ropajes oscuros a su lado, inmóvil, inconsciente. Era Juan Manuel, de nuevo sin vida aparente.

 Julián, confuso y encogido por los nervios, observó como del helicóptero se descolgaban dos especialistas que se dirigieron hacia donde él se encontraba junto al hombre de la cerilla desvanecido.

—¡Mi hermano! —les indicó—. ¡Está en la cueva! —No lo había visto salir todavía y se temía lo peor.

Uno de los rescatadores se quedó con la víctima que no tenía más que un par de rasguños y un gran susto y el otro se sumergió en el agujero afianzando unas cuerdas en la entrada.

Julián se sentó en la hierba y mientras lo examinaban observó a Juan Manuel con diversidad de sentimientos.

—¿Está muerto?

El agente negó con la cabeza.

—Tiene un disparo en la pierna, nada grave, se recuperará. No entiendo por qué se ha desmayado —dijo el hombre sorprendido mientras comprobaba la herida—. La bala le ha atravesado limpiamente sin tocar el hueso. Le voy a detener la hemorragia.

—Cuando lo encontramos abajo estaba inconsciente. Creo que debió de sufrir algún tipo de shock severo. Temo por mi hermano, quizá lo haya atacado.

—No te preocupes, enseguida lo sabremos.

A los pocos minutos el segundo rescatador asomaba por el hueco de la caverna y detrás de él, atado a la cuerda, ascendía Samuel por su propio pie.

—Lo encontré tumbado, ha recibido un golpe, se ve que lo asaltó a él también —describió el segundo rescatador.

—¿Estás bien? —preguntó Julián abrazándose a su hermano.

—Sí, sí, tranquilo, es solo un chichón. El muy… Me estaba esperando escondido en una oquedad de la pared. Se abalanzó sobre mí en cuanto decidí pisar suelo y debí golpearme al caer.

—Lo importante es que estamos bien.

—¿Cómo está él? —Samuel se interesaba por el extraño personaje.

—Se ha desmayado. Le han disparado cuando se echó sobre mí. Recibió un tiro en la pierna.

—¡Vaya! Pobre hombre. ¿Qué tendrá? ¿Qué le habrá pasado? —preguntó reflexivo sin entender nada.

—Ha tenido que ocurrir algo ahí abajo que lo ha vuelto loco —conjeturó Julián.

—Yo creo que estaba asustado. Eso de pasar varias noches encerrado y solo, ha debido trastornarlo.

—Ahora me da pena, pese a lo que nos hizo. No creo que fuera consciente. ¿Tú viste la expresión de su cara? Parecía fuera de sí.

El helicóptero de rescate aterrizó en la azotea del hospital con Juan Manuel asegurado a una camilla a las pocas horas de la llamada de emergencia de Julián.

Los hermanos pese al susto y a los golpes que ambos se llevaron se preocuparon en todo momento por su estado. .

Cuando el cuerpo de rescate comprobó las constantes vitales de Juan Manuel en la montaña, apenas tenía un hálito de vida. Sus latidos se habían ralentizado a valores prácticamente inconcebibles para la vida que sorprendieron a los profesionales y su respiración era un ligero flujo de aire apenas perceptible. El disparo lo había regresado al estado de parálisis en el que lo encontraron en la cueva. Claramente había sufrido una variante de la catalepsia provocada por un shock emocional. Un trastorno que había enterrado vivas a centenares de personas a lo largo de la historia, de la manera más cruel. En su caso, fue provocada por una tensión límite en su sistema nervioso central que había terminado colapsando. Se creyó su propia muerte en las garras del oso, un pensamiento tan fuerte y aterrador que lo terminó absorbiendo como si verdaderamente hubiera sucedido.

De hecho, cuando, tras administrarle un agente dopaminérgico y otros fármacos para estimular sus sistemas cardiovascular y neurológico, Juan Manuel reaccionó por primera vez después del incidente, los especialistas tuvieron que sedarlo de inmediato, puesto que, todavía en pánico, trató de quitárselos de encima gritando frases incongruentes acerca del plantígrado que lo había alcanzado dándole muerte. Su mente no pudo concebir en un principio que seguía vivo. Todo su ataque fue resultado de su propia desesperación y miedo al creer todavía que estaba en la oscuridad de la cueva a merced del animal.

En realidad, nada de lo que tenía grabado en su cerebro había ocurrido. Todo fue producto de su imaginación al interpretar débiles sonidos y estímulos, muchos de ellos fruto de su propia percepción devastada y que amplificó en estado de pánico.

Únicamente tras el efecto de los calmantes pudo apreciar la luz del sol por fin en sus pupilas y la brisa del viento en su piel. Aún recostado a la sombra de aquellas cumbres consiguió reconocer que las personas que tenía a su alrededor no querían hacerle daño y más bien habían llegado para socorrerlo. Su paz fue inmensa una vez se hizo consciente y dejó a un lado su propia mente enferma. Por primera vez los hermanos pudieron ver al verdadero Juan Manuel.

No parecía tener órganos dañados y lo único que le encontraron fueron múltiples contusiones y heridas, algunas en la cabeza, y un par de huesos rotos provocados por la larga y dura caída hacia la sima. Lesiones añadidas, por supuesto, al agujero limpio de bala en el muslo. Lo entablillaron y le protegieron el cuerpo con una manta térmica reflectante para subirle la temperatura que le había descendido dentro de la cueva a niveles prácticamente de hibernación, imposibles de alcanzar en estado normal.

Antes de dejar la zona, la peligrosa gruta quedó acordonada.

Por fin la urraca, al marcharse el helicóptero pudo alejarse con su polluelo muerto en el pico. La despidieron figuradamente contemplando sus elegantes colores perderse por la espesura. No llegaron a tiempo, pero al menos le evitarían tener que intentarlo de nuevo con algún otro imprudente.

Al final de la jornada Juan Manuel pudo descansar en la habitación del hospital después de muchos días. Allí tranquilo en la soledad de su cuarto miró al techo y suspiró.

—¡Cariño!

El convaleciente se volvió hacia la puerta y como una luz en la oscuridad, la visión de su mujer después de todo lo que le había pasado le indujo un llanto desconsolado.

Ella se le acercó a la cama y lo abrazó.

—¿Qué te ha pasado? ¿Por qué no acudiste a la cita? ¿Qué hacías tan lejos en un lugar tan poco civilizado y tú solo? —las preguntas se le agolpaban.

Juan Manuel no podía hablar.

—Te quiero —balbuceó al fin entre sollozos casi sin voz—. No quiero que lo dejemos.

—Yo tampoco… Lo solucionaremos, ya lo verás. Es lo que quería decirte si nos hubiéramos visto. —Su mujer acababa de desacreditar toda la angustia desencadenante de su brote psicótico—. Estos días me di cuenta de que estoy mejor contigo que sin ti. Y las niñas te necesitan.

—¿Dónde están?

—Abajo, esperando.

—Diles que pasen, quiero verlas.

—Primero dime qué te sucedió allí dentro. Hay dos chicos que dicen que te encontraron en una extraña situación dentro de una profunda cueva y que les agrediste. ¿Es cierto?

Juan Manuel meditó aquella historia que escuchaba por primera vez.

—No lo recuerdo.

—Te dispararon en la pierna —dijo observando las vendas que portaba alrededor de su muslo—. Me han dicho que no van a interponer denuncia, que piensan que sufriste algún tipo de enajenación mental debido a un trauma o lo que sea que te sucediera en esa cueva… ¿Qué fue, Juanma, que te pasó ahí adentro?

Juan Manuel volvió a suspirar mirando al techo. No era consciente de lo que ocurrió con los dos jóvenes ni lo que les hizo, únicamente recordó al enorme y voraz úrsido con sus temibles fauces y con su imagen en mente ya no se le erizó la piel; rememoró al hombre encerrado junto a él por aquellos delincuentes que seguro no eran tales sino posiblemente sus propios rescatadores que él no supo interpretar; a la urraca traicionera que le llevó hasta allí y que todavía desconocía por qué; y, sobre todo, se acordó de la última cerilla, aquella que de manera extraordinaria provocó la reacción en cadena y todo su miedo posterior. Y se dijo que jamás hablaría con nadie de ello. Lo que pasó en aquella cueva se quedaría para siempre en la cueva.

—Pasó que mi vida ha cambiado, Pilar…. Pasó que estaba lleno de miedos e inseguridades y la cueva me los arrancó de cuajo. Pasó que salí liberado de aquel lugar y que, a pesar de que estuve a punto de morir, no puedo estarle más agradecido ni puedo ser más feliz hoy pudiendo tenerte a mi lado. Sin ella no sería capaz de apreciarlo como lo hago ahora.

Su mujer, satisfecha por sus palabras, no insistió y se conformó con aquella bella declaración de intenciones.

Realmente lo sentía así. Nunca olvidaría aquel encuentro con los fantasmas de su mente que no le dejaron ver la realidad y que a punto estuvieron de hacerle sucumbir dejándose arrastrar por ellos. Pero que, sin embargo, lo despojaron de mucha de su cobardía.

Por fin se reconcilió con sus salvadores, pudo ver a sus hijas y rehacer su vida. Una segunda oportunidad no está al alcance de cualquiera.

FIN


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